Por: Fenris
Wolf (Juan Manuel Garza MacÃas)
Exhalé algo de vaho, e
inmediatamente comencé a toser. Escupà algo de sangre en el hielo.
Las manos me temblaron al
cerrar la ventana, pero yo sabÃa que no era por el frÃo. No del todo.
De forma instintiva, giré
la cabeza y observé el retrato de mi difunta esposa sobre mi escritorio. El
marco era de plata, y estaba muy gastado por todas las veces que lo habÃa
tomado para observarlo desde aquel dÃa; a pesar de que hubiera pasado tan poco
tiempo…me parecÃa más bien una eternidad. Me lo guardé en mi chaqueta color
marrón, en el bolsillo que no se habÃa quemado por el fuego que yo mismo habÃa
provocado dÃas atrás.
Tomé una decisión. AbrÃ
el armario, y un familiar tufillo a moho y polvo me llenó la nariz. No habÃa
mucha luz además de la lunar, pero logré distinguir lo que estaba buscando: la
pistola.
Oxidada, sÃ, pero cargada
hasta el tope. TenÃa una pesadez, un brillo y un calor inherente e interno que a
veces me hacÃa pensar que estaba viva, como si pensara. Debido a su antigüedad,
chasqueaba levemente cuando la movÃa, como si me incitara a disparar.
TenÃa la boca seca y
húmeda a la vez, y me sabÃa a metal. Escupà algo más de sangre, y comprendà que
el momento se acercaba. Se lo prometÃ.
Arrojé al suelo los
libros que habÃa sobre mi escritorio con un furioso movimiento del brazo, y me
asà con fuerza a las esquinas. Cada vez me era más difÃcil controlar el temblor,
los fuertes espasmos que me sacudÃan de cuando en cuando y me hacÃan morderme
la lengua con tanta fuerza que me sangraba.
La pistola se me habÃa
caÃdo al suelo. La recogà y, de mi nariz, cayeron algunas gotas de sudor. Sudor
frÃo.
Sosteniéndome de la
pared, logré salir a la calle. Cerré la puerta.
No diré que todo estaba
destruido, ni que, después de tantos años, las enredaderas trepaban libres por
los edificios, ni que los árboles resquebrajaban el concreto. No serÃa del todo
cierto. Tampoco lo serÃa si dijera que la cuidad tenÃa un aire fantasmagórico,
ni que el silencio era tan denso que se podrÃa cortar con un cuchillo. No habÃa
pasado tanto tiempo. El mundo era exactamente igual, sólo que sin autos que
causen tráfico ni electricidad que alimente televisiones ni centrales de radio.
Por supuesto, tampoco habÃa tantos humanos. A decir verdad, los únicos que
habÃamos sufrido los daños éramos nosotros, los humanos: esos seres no atacaban
a nada más.
Unos cuantos se asomaron
por las paredes, otros por algunos tambos que basura que estaban desperdigados
por la calle.
Olfateaban. PodÃan ver
bien, pero se guiaban por el olor y por el sonido, más que por la vista. Al
verlos, sentà una sensación difÃcil de explicar con palabras. Es lo mismo que
siente uno cuando toca algo pegajoso, que no sabe qué es, o cuando de pronto palpa
una medusa en el mar. No me daban miedo; ya habÃa superado eso. Sólo sentÃa
asco, un profundo, profundo asco.
Sus cuerpos escamosos
despedÃan brillos que danzaban al son de su movimiento.
Ninguno me habÃa visto
aún, pero no iba a esperar a que lo hicieran; no con el poco tiempo que tenÃa.
Saqué la pistola, y
respiré tres veces antes de poder controlar los espasmos lo suficientemente
bien como para sostenerla.
Me apreté el retrato de
mi esposa contra el pecho con la mano que tenÃa libre.
Me estaba congelando
pero, por alguna razón, el tacto con aquel marco de plata me llenó de calor; a
pesar de que el marco estaba frÃo, tanto como lo puede estar un metal en la
nieve.
Escupà sangre a la nieve
de nuevo.
Le quité el seguro a la
pistola, y eso fue el detonante. Me habÃan escuchado. Algunos levantaron sus orejas
y observaron alrededor. Rugieron con aquella voz chirriante, casi humana, que
usaban para comunicarse, y corrieron hacia mÃ. Eran decenas. Cada uno de sus
pasos retumbaba en el suelo de tal forma que encendÃan las sirenas de los pocos
autos estacionados que habÃa en la zona. Ese ruido repentino, por supuesto,
llamó a los demás.
Cada uno de ellos
desprendÃa un leve brillo verdoso de su espalda, alrededor del tubo en donde
guardaban el plasma. CorrÃan en dos patas, pero lo hacÃan con la misma
velocidad a la que lo harÃan con cuatro.
Uno era más rápido que
los demás, y lo reconocà por el tajo, aún abierto y purulento, que cruzaba por
su ojo derecho.
Le sonreà con amargura.
Sentà mi rasposa barba en cuanto mi dedo Ãndice la tocó. Me habÃa llevado el
arma a la boca.
Cerré los ojos. Sentà el
tacto del retrato de mi esposa. Me llenó la nariz ese hedor nauseabundo que despiden aquellos seres y que
impregna todo el aire y, sin importarme ya La Muralla, ni Chuck, ni mi propia
vida; pensando más en mi enfermedad y, sobretodo, en los horrores que vivirÃa
si me atrapaban, no dudé: tiré del gatillo.
Pueden imaginar mi terror
cuando mi pistola no disparó. Supongo que se habÃa atascado por mera oxidación,
pues llevaba años sin usarla.
Me rodearon
inmediatamente.
Una garra pegajosa me haló
por el tobillo. Por la nieve, resbalé como una marioneta a la que han cortado
los hilos. Quise gritar, pero mi garganta estaba incluso más atascada que mi
pistola.
Reconocà que el que me
habÃa alcanzado primero era precisamente aquél al que yo habÃa sacado un ojo.
Sin embargo, a pesar del odio inhumano con el que me veÃa, no me estaba
haciendo daño aún. Yo, sin embargo, intentaba soltarme patéticamente, como una
rata que intenta escapar de las fauces de un león.
Una mano de concreto se
aferró a mis piernas al tiempo que otra reptaba con lentitud, aferrándola con
la fuerza de una sanguijuela ávida da sangre; conforme lo hacÃa, su olor de
fangosa y caliente fetidez se intensificaba.
Me estaban sujetando de
los hombros con tanta fuerza que sentà cómo mis huesos se astillaban. Esta vez,
proferà un débil gemido de auxilio tan agudo y débil que sólo yo debà haber
escuchado.
Uno de ellos abrió la
boca. TenÃa un olor alcantarillado de tripas que me causó un amargo regusto;
era tan apestoso como el hedor de un millar de tumbas abiertas. La criatura
croó, escupiendo espuma.
Zafé mi brazo por pura
cuestión de suerte, e intenté dispararme en la cabeza de nuevo. Una vez más, no
tuve éxito. Miré al que yo habÃa dañado. En algún lugar de su confusa masa de
carne pálida, su cara reflejaba un placer inhumano; su rostro se iluminó, como
si alguien hubiera inundado su interior con luz de luna, que se reflejaba en
sus pupilas. Era como si le divirtiera lo que intentaba hacer, mi impotencia.
Antes de que él y las
otras bestias me desgarraran el estómago para sacar mis vÃsceras y devorarme,
miré una vez más el retrato de mi esposa, que seguÃa tirado en la nieve, y comencé
a llorar
lenta y desesperadamente, muerto de miedo, consciente de mi destino.

No hay comentarios:
Publicar un comentario