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jueves, 28 de noviembre de 2019

Nieve y sangre


Por: Fenris Wolf (Juan Manuel Garza Macías)




Exhalé algo de vaho, e inmediatamente comencé a toser. Escupí algo de sangre en el hielo.
Las manos me temblaron al cerrar la ventana, pero yo sabía que no era por el frío. No del todo.

De forma instintiva, giré la cabeza y observé el retrato de mi difunta esposa sobre mi escritorio. El marco era de plata, y estaba muy gastado por todas las veces que lo había tomado para observarlo desde aquel día; a pesar de que hubiera pasado tan poco tiempo…me parecía más bien una eternidad. Me lo guardé en mi chaqueta color marrón, en el bolsillo que no se había quemado por el fuego que yo mismo había provocado días atrás.
Tomé una decisión. Abrí el armario, y un familiar tufillo a moho y polvo me llenó la nariz. No había mucha luz además de la lunar, pero logré distinguir lo que estaba buscando: la pistola.

Oxidada, sí, pero cargada hasta el tope. Tenía una pesadez, un brillo y un calor inherente e interno que a veces me hacía pensar que estaba viva, como si pensara. Debido a su antigüedad, chasqueaba levemente cuando la movía, como si me incitara a disparar.
Tenía la boca seca y húmeda a la vez, y me sabía a metal. Escupí algo más de sangre, y comprendí que el momento se acercaba. Se lo prometí.
Arrojé al suelo los libros que había sobre mi escritorio con un furioso movimiento del brazo, y me así con fuerza a las esquinas. Cada vez me era más difícil controlar el temblor, los fuertes espasmos que me sacudían de cuando en cuando y me hacían morderme la lengua con tanta fuerza que me sangraba.
La pistola se me había caído al suelo. La recogí y, de mi nariz, cayeron algunas gotas de sudor. Sudor frío.
Sosteniéndome de la pared, logré salir a la calle. Cerré la puerta.
No diré que todo estaba destruido, ni que, después de tantos años, las enredaderas trepaban libres por los edificios, ni que los árboles resquebrajaban el concreto. No sería del todo cierto. Tampoco lo sería si dijera que la cuidad tenía un aire fantasmagórico, ni que el silencio era tan denso que se podría cortar con un cuchillo. No había pasado tanto tiempo. El mundo era exactamente igual, sólo que sin autos que causen tráfico ni electricidad que alimente televisiones ni centrales de radio. Por supuesto, tampoco había tantos humanos. A decir verdad, los únicos que habíamos sufrido los daños éramos nosotros, los humanos: esos seres no atacaban a nada más.
Unos cuantos se asomaron por las paredes, otros por algunos tambos que basura que estaban desperdigados por la calle.
Olfateaban. Podían ver bien, pero se guiaban por el olor y por el sonido, más que por la vista. Al verlos, sentí una sensación difícil de explicar con palabras. Es lo mismo que siente uno cuando toca algo pegajoso, que no sabe qué es, o cuando de pronto palpa una medusa en el mar. No me daban miedo; ya había superado eso. Sólo sentía asco, un profundo, profundo asco.
Sus cuerpos escamosos despedían brillos que danzaban al son de su movimiento.
Ninguno me había visto aún, pero no iba a esperar a que lo hicieran; no con el poco tiempo que tenía.
Saqué la pistola, y respiré tres veces antes de poder controlar los espasmos lo suficientemente bien como para sostenerla.
Me apreté el retrato de mi esposa contra el pecho con la mano que tenía libre.
Me estaba congelando pero, por alguna razón, el tacto con aquel marco de plata me llenó de calor; a pesar de que el marco estaba frío, tanto como lo puede estar un metal en la nieve.
Escupí sangre a la nieve de nuevo.
Le quité el seguro a la pistola, y eso fue el detonante. Me habían escuchado. Algunos levantaron sus orejas y observaron alrededor. Rugieron con aquella voz chirriante, casi humana, que usaban para comunicarse, y corrieron hacia mí. Eran decenas. Cada uno de sus pasos retumbaba en el suelo de tal forma que encendían las sirenas de los pocos autos estacionados que había en la zona. Ese ruido repentino, por supuesto, llamó a los demás.
Cada uno de ellos desprendía un leve brillo verdoso de su espalda, alrededor del tubo en donde guardaban el plasma. Corrían en dos patas, pero lo hacían con la misma velocidad a la que lo harían con cuatro.
Uno era más rápido que los demás, y lo reconocí por el tajo, aún abierto y purulento, que cruzaba por su ojo derecho.
Le sonreí con amargura. Sentí mi rasposa barba en cuanto mi dedo índice la tocó. Me había llevado el arma a la boca.
Cerré los ojos. Sentí el tacto del retrato de mi esposa. Me llenó la nariz ese hedor  nauseabundo que despiden aquellos seres y que impregna todo el aire y, sin importarme ya La Muralla, ni Chuck, ni mi propia vida; pensando más en mi enfermedad y, sobretodo, en los horrores que viviría si me atrapaban, no dudé: tiré del gatillo.


Pueden imaginar mi terror cuando mi pistola no disparó. Supongo que se había atascado por mera oxidación, pues llevaba años sin usarla.
Me rodearon inmediatamente.
Una garra pegajosa me haló por el tobillo. Por la nieve, resbalé como una marioneta a la que han cortado los hilos. Quise gritar, pero mi garganta estaba incluso más atascada que mi pistola.
Reconocí que el que me había alcanzado primero era precisamente aquél al que yo había sacado un ojo. Sin embargo, a pesar del odio inhumano con el que me veía, no me estaba haciendo daño aún. Yo, sin embargo, intentaba soltarme patéticamente, como una rata que intenta escapar de las fauces de un león.
Una mano de concreto se aferró a mis piernas al tiempo que otra reptaba con lentitud, aferrándola con la fuerza de una sanguijuela ávida da sangre; conforme lo hacía, su olor de fangosa y caliente fetidez se intensificaba.
Me estaban sujetando de los hombros con tanta fuerza que sentí cómo mis huesos se astillaban. Esta vez, proferí un débil gemido de auxilio tan agudo y débil que sólo yo debí haber escuchado.
Uno de ellos abrió la boca. Tenía un olor alcantarillado de tripas que me causó un amargo regusto; era tan apestoso como el hedor de un millar de tumbas abiertas. La criatura croó, escupiendo espuma.
Zafé mi brazo por pura cuestión de suerte, e intenté dispararme en la cabeza de nuevo. Una vez más, no tuve éxito. Miré al que yo había dañado. En algún lugar de su confusa masa de carne pálida, su cara reflejaba un placer inhumano; su rostro se iluminó, como si alguien hubiera inundado su interior con luz de luna, que se reflejaba en sus pupilas. Era como si le divirtiera lo que intentaba hacer, mi impotencia.
Antes de que él y las otras bestias me desgarraran el estómago para sacar mis vísceras y devorarme, miré una vez más el retrato de mi esposa, que seguía tirado en la nieve, y comencé a llorar lenta y desesperadamente, muerto de miedo, consciente de mi destino.

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