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domingo, 14 de julio de 2019

Huelo a muerte

Por: Mario Arizpe.
Hoy me acerqué a un gato. Fue la primera vez en mucho tiempo.
Era un gato feo, lastimado,
abandonado para morir. Iba cojeando,
con el pelo desarreglado y marcas de una pelea reciente. Me le acerqué y se dejó acariciar.
Ronroneaba un poco, como si no se diera cuenta.
Hacía años que quería acariciar a un gato. Tuve cuidado de no tocar sus heridas;
en parte para no lastimarlo, pero también para que no me atacara en defensa propia.
Se frotó contra mis piernas, marcándome como parte de su mundo.
No se sintió amenazado. No podía olerlo.
Recordé al último. Tenía esperanza con él.
Estaba igual de enfermo. Seguro ya olía a lo mismo.
Pero era tan pequeño. ¿Cómo podía dejarlo a su suerte?
Atrapado en tela de alambre, sin su madre,
bajo la lluvia, era una sentencia de muerte.
No fue piedad. Más bien fue un impulso natural.
El pasado me disuadía, pero sentí que valía la pena intentarlo
No sabía qué hacer, pero igual me esforzaba.
Los que vinieron antes me dejaron enseñanzas, pero este era diferente.
Nada funcionaba. Era prueba y error.
Iba descubriendo formas de alimentarlo. De abrir sus ojos infectados.
Procuraba su calor y su bienestar de cualquier manera. Pero no podía yo solo.
Nadie creyó en mí. Nadie me ayudó.
Esa ayuda es todo lo que necesitaba, pero nadie se la dio.
Y al final, pasó exactamente lo que debía pasar.
Igual que a los anteriores, lo sostuve en mis manos,
tratando de traerlo de vuelta. No quería aceptarlo.
“Anda, despierta”.
“Vamos, despierta”.
“Por favor, despierta”.
Los enterré lejos de mí, pero el daño estaba hecho.
Ningún gato se me acercaba. Todos se iban aprisa.
Mis amigos siempre se les acercaban, y los acariciaban de mil maneras.
Yo intentaba de todo. Desde acercarme despacio,
tendiendo la mano, hasta intercambiar miradas inofensivas,
tratando de decir “mírame, no te haré daño”.
Pero no importaba cuánto me miraran, pues ese no era el problema.
Ese gato lastimado y moribundo vino a mí sin temor, pues no podía darse cuenta.
Su propio hedor no le permitía percatarse de que,
aunque no fuera a propósito,
aunque yo jamás lo hubiera querido,
aunque hubiese tratado de lavarme con mis propias lágrimas,
yo huelo a muerte.

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